viernes, 22 de julio de 2011

VEINTE GARBANZOS EN CINCO MONTONES. Escrita por Antonio del Olmo



                                                                                           
La acción se desarrolla en el interior de un autobús escolar del cual vemos tan sólo los dos asientos delanteros. El conductor  es un hombre de aproximadamente 40 años con aspecto de haber llevado una vida bastante desordenada. El asiento del copiloto está ocupado por la señorita Mildred, una mujer sesentona que tiene toda la pinta de ser una profesora anticuada de Lengua y Literatura, aunque no lo es. De los niños que participan en la excursión tan sólo escucharemos en determinados momentos sus rudas voces, las cuales nos pondrán al corriente de que no son precisamente muy jovencitos. Tienen buen oído, cantan aceptablemente, aunque uno de ellos desafina un poco.
              
Comienza el espectáculo. El piloto del autocar parece conducir muy relajado, mientras que la profesora mira al frente con cara de muy mal humor.

Conductor.- Veinte garbanzos en cinco montones, todos nones. ¿Conoce usted ese acertijo, señorita Mildred?

Srta. Mildred.- (Impasible) No.

Conductor.- Tenemos veinte garbanzos y debemos clasificarlos en cinco grupos; pero todos y cada uno de estos cinco grupos debe estar formado por un número impar de garbanzos...

Srta. Mildred.- Lo entendí perfectamente a la primera, gracias.

Conductor.- Ah. Como solamente dijo “no” pensé que no lo había comprendido... Bueno, qué... ¿Cree que podrá resolver el enigma?

Srta. Mildred.- Supongo que no.

Conductor.- Mi madre me propuso ese maldito rompecabezas cuando yo tenía doce o trece años. Me dijo que quienes fuesen capaces de resolverlo vivirían eternamente. Desde entonces no ha habido un solo día en el que no haya pasado al menos dos horas tratando de averiguar la solución. Estoy obsesionado con los condenados garbancitos.

La señorita Mildred exhala un suspiro que denota inmenso hastío.

Conductor.- Veamos... La suma de cinco números impares no puede ser un número par. De modo que, en principio, el misterio parece no tener solución. Es aritmética y algebraicamente imposible, por así decirlo. Sin embargo, existe una respuesta muy ingeniosa, según decía mi madre...  

Srta. Mildred.- Me rindo.

Conductor.- ¿Cómo que se rinde? Piense un poco, mujer... No tienen por qué ser garbanzos, si ese es el problema. Pruebe con uvas. Veinte uvas en cinco montones, todos nones.

Srta. Mildred.- Oiga, no me interesan esas bobadas.  

Los niños comienzan en este instante a entonar una canción con sus recias voces, utilizando la melodía de una famosa tonadilla navideña. La señorita Mildred se lleva las manos a la cabeza, cubriéndose los pabellones auditivos, con los ojos cerrados y expresión atormentada...

“Pero mira cómo beben los curas y las monjas,

Pero mira cómo beben, son jodidas esponjas.

Beben y beben, y no saben parar...

Los curas y las monjas hoy van a vomitar.”

Srta. Mildred.- (Se gira para dirigirse a los pasajeros, todavía amasando su propio cráneo) Por Dios, niños, ya está bien... Lleváis casi dos horas con el mismo soniquete. ¿De verdad no conocéis otra canción?

Conductor.- (Con talante risueño) No son tan niños, señorita Mildred...

Srta. Mildred.- Me da igual. Estoy harta de escucharlos.

Conductor.- Venga, deje un poco a los chavales, mujer. Necesitan diversión, y esto es divertido.  Ya tendrán tiempo de aburrirse cuando lleguemos a la jodida catedral.

La Srta. Mildred dirige su mirada al conductor del autocar con expresión de menosprecio.

Conductor.- (Sin desviar la mirada de la carretera) No me mire así, no soy el único que detesta el turismo ilustrado. Además, las catedrales... “Vista una, vistas todas”, decía mi madre...

Srta, Mildred.- Dios bendito... Lo que hay que oír...

Conductor.- Ya... Bueno, eso era lo que decía mi madre: “vista una , vistas todas”. De cualquier manera, ella empleaba esa frase para referirse a todo tipo de objetos, e incluso a determinadas partes de la anatomía masculina. Ya me entiende... Qué cosas...; la próxima semana se cumplen diez años desde que la encontrasen ahorcada en un parque infantil. No tenía otro sitio donde ahorcarse...

Los niños vuelven a cantar. Idéntica melodía, sólo cambia la letra. La profesora se santigua con los ojos cerrados.

“Pero mira cómo bebe la Madre Superiora,

Pero mira cómo bebe otro whisky con soda.

Mira qué golfa, no para de privar:

La Madre Superiora, borracha una vez más.”

El conductor esboza una sonrisa cómplice acompañada de una escueta y sibilina carcajada prácticamente inaudible. La maestra se queda mirándole durante varios segundos con notable antipatía.

Srta. Mildred.- No le veo la gracia.

Conductor.- Mujer... Ahora me río al recordarlo, claro... Pero no imagina lo impactante que me resultó ver en los periódicos la fotografía de mi pobre madre colgada del travesaño de un columpio.

Srta. Mildred.- No me refería a eso, aunque tampoco vislumbro el lado cómico de lo que cuenta. Por muchos años que hayan pasado.

Conductor.- Aquella tipa vivió y murió de manera realmente excéntrica. Quería ser famosa, y eso la hizo enloquecer. Fracasó en todo lo que se propuso... Intentó ser actriz, escritora, bailarina... Y acabó trabajando en una Caja de Ahorros, fíjese. Comenzó entonces a padecer ataques indomables de ludopatía. Iba al bingo todas las tardes, y perdía siempre. Claro, al final pasó lo que tenía que pasar... Con aquello de “mañana lo devuelvo” empezó a llevarse dinerito del banco para jugar. No tardaron mucho en descubrirla. Fue despedida y denunciada. Y entonces se ahorcó. El resto ya lo sabe.

Pausa. La maestra investiga el interior de su bolso y finalmente saca de allí un crucifijo que esconde bajo su chaqueta.

Conductor.- ¿A santo de qué decidió suicidarse en un parque infantil? A mí qué me cuenta, ya le dije que estaba mal de la cabeza. Fíjese: cuando mis hermanos y yo éramos pequeños y aún vivíamos en el pueblo, la muy perturbada nos llevaba de vez en cuando a la cuadra de un primo suyo que se llamaba Eulogio porque, según ella, podría resultarnos útil en el futuro aprender a castrar asnos. Ya ve qué imbecilidad. Todavía me despierta a veces por las noches el sonido de las enormes tijeras que usaba aquel desalmado para cortar los genitales de los pobres animalitos.

Srta. Mildred.- Déjelo, por favor, me duele mucho la cabeza.

Conductor.- Está bien, está bien... Lo dejo. Pero se quedará usted sin saber para qué demonios castraba a los burros el tal Eulogio.

Srta. Mildred.- Creo que podré vivir sin saberlo.

Conductor.- Sí, yo también lo creo. Es más, a veces pienso que ojalá yo tampoco lo hubiera sabido.

Una nueva estrofa de la misma canción resuena de modo atronador en el interior del vehículo...

“Pero mira cómo bebe la puta de mi madre,

Pero mira cómo bebe el capullo de mi padre...

Beben y beben cerveza, vino y ron:

Mi madre es una zorra, mi padre es un cabrón.”

Srta. Mildred.- (Levantándose de su asiento para dirigirse muy enérgicamente a los excursionistas) Bueno, se terminó. Os prohíbo seguir cantando. Os lo prohíbo. Estáis molestando al conductor, lo cual resulta sumamente peligroso.

Conductor.- Oiga, a mí no me meta en eso. Dígales la verdad.

Srta. Mildred.- (Sigue hablando a los niños, sin prestar atención al conductor) Podéis provocar un accidente; y además lo que cantáis es desagradable y ofensivo. No quiero escuchar una sola canción más en lo que resta del viaje.    

La Señorita Mildred vuelve a ocupar su asiento con ademán altivo. Habla consigo misma entre dientes, sin mover casi los labios, de modo que apenas somos capaces de escucharla murmurar algo como “Quién me mandaría a mí llevar de excursión a esta pandilla de salvajes”.  

Conductor.- Es una pena. Sinceramente, lo que estaban haciendo los muchachos me parecía muy creativo. Demuestran gran ingenio.

Srta. Mildred.- Vaya. De modo que ahora llaman “Ingenio” a la Obscenidad y a la Extravagancia.

Conductor.- Tampoco es para tanto, Señorita Mildred... Además, los chicos de estas edades necesitan sentirse transgresores de vez en cuando. Creo que es saludable, y no solamente por...

Srta. Mildred.- (Interrumpiendo al chófer) Mire usted: el colegio ha organizado este viaje con fines pedagógicos, caballero. Nos dirigimos a un templo religioso, no creo haya motivo alguno para recorrer el camino blasfemando... Por otro lado, a juzgar por las apariencias, la educación de un niño no es un asunto acerca del cual pueda usted dar lecciones, precisamente. Desde luego, le aseguro que las asquerosidades que los niños estaban berreando no son en absoluto beneficiosas para la salud mental de nadie. Además, no entiendo de dónde han sacado tanto odio hacia la religión católica...

Pausa. El conductor coge una botellita de agua mineral que tiene a sus pies. Desenrosca el tapón y bebe tranquilamente unos tragos mientras conduce ayudándose con los codos. Cierra la botella y la deposita de nuevo en su sitio.    

Conductor.- (Flemáticamente) ¿Necesita usted hablar de ese modo para decir simplemente que no sabe divertirse?

Srta. Mildred.- (Muy sorprendida) ¿Qué?

Conductor.- Ya me ha oído. Y no me venga ahora con eso de que lo que a usted le divierte es ir al teatro y visitar museos. Es lo típico de quienes pasan por la vida aburriéndose como ostras y procurando por todos los medios convertir la vida de los demás en un coñazo inaguantable. Gente como usted es la que consigue que los niños desperdicien su infancia pegados a la pantalla del ordenador o jugando a la maldita Play Station.

Srta Mildred.- ¿Cómo se puede ser tan insolente?

Conductor.- Ya, ya... Escúcheme: durante catorce años estuve trabajando en un circo. Era payaso. Así que no pretenda conocer la psicología de los niños mejor que yo. Usted se limita a meter patatas en la cazuela; no insista en tratar de hacerme creer que conoce los secretos de la buena gastronomía.

Srta Mildred.- (Con gesto de incredulidad) Es impresionante... Absolutamente increíble. Aunque, a decir verdad, no debería sorprenderme su actitud. No he conocido a ningún hombre que no esté siempre seguro de poder opinar acerca de todo con mayor fundamento que una mujer.

Conductor.- No sé de qué habla.

Srta. Mildred.- Vaya que no. Para empezar, en ningún caso habría sido usted tan impertinente con un hombre como lo está siendo conmigo. Y, cambiando de tema, no me cabe la menor duda de que si yo fuese un hombre no estaría usted conduciendo a esta velocidad sin haber preguntado anteriormente si puede hacerlo.

Conductor.- Lo que me faltaba... Llevaba tiempo sin ser sometido a la furia del feminismo recalcitrante y acomplejado, ya ve.

Srta Mildred.- Cállese de una vez. Es usted un machista y un grosero... Haga el favor de limitarse a conducir respetando las normas de circulación...

Conductor.- (Después de una breve pausa) Me limitaré a conducir este cacharro, sí. Es lo mío: conducir. Me encanta, además... Bueno, reconozco que a veces me pongo de muy mala leche. Cuando conduzco en ciudad y algún otro vehículo realiza maniobras inesperadas, coño, eso me sienta como una patada en el estómago. Luego miro, y siempre es una mujer quien conduce el otro coche. Es matemático.

Srta. Mildred.- (Sonriendo con sorna) Por favor... Me cuesta creer que todavía existan personas capaces de sostener argumentos tan burdos y tan escasamente originales...

Conductor.- No necesito ser original para conducir un vehículo como Dios manda. Si tratase de ser original quizá conduciría como lo hacen las mujeres. Hace ya tiempo que me habrían despedido, claro.

Srta. Mildred.- Oiga, debería usted consultar con un especialista que pudiera sacar a la luz los motivos de su misoginia... Y, volviendo al principio de este absurdo diálogo, vuelvo a exigirle que conduzca usted más despacio.

Conductor.- (Mirando durante algunos segundos con el ceño fruncido al espejo retrovisor del autocar) ¿Recuerda la película “Duel” de Steven Spielberg, señora?

Srta. Mildred.- (Todavía en actitud arrogante) ¿Perdón?

Conductor.- En España la llamaron “El diablo sobre ruedas”, creo... ¿Se acuerda de esa película?

Srta. Mildred.- Sí, la recuerdo. ¿Está usted insinuando algo?

Conductor.- En absoluto. Se lo preguntaba debido a que seguramente usted es consciente de que hace unos diez minutos adelantamos a un camionazo gigantesco.

Srta. Midred.- ¿Se refiere al que transportaba cerdos?

Conductor.- Ese mismo.

Srta. Mildred.- ¿Y?

Conductor.- Pues que ahora resulta que él quiere adelantarnos a nosotros. Por eso voy tan deprisa.

Srta Mildred.- ¿Por eso? Deje que nos adelante y asunto terminado.

Conductor.- Claro, claro. ¿Sabe lo que pasa? Pues que la maniobra tiene que hacerla él, no yo. Y si reduzco la velocidad acabará por embestirnos.

Srta. Mildred.- (Mirando hacia atrás) Creo que ahora intenta adelantarnos...

Efectivamente, el camión adelanta al autocar en medio de un estruendo de bocinazos.

Conductor.- (Mirando por la ventanilla) ¡A tomar por culo, hijo la gran puta!

Srta. Mildred.- (Indignada) Cállese, por Dios. Se lo digo en serio: no utilice ese vocabulario soez en mi presencia.

Conductor.- Bueno, bueno, señora... Así es como nos comunicamos habitualmente quienes manejamos vehículos grandes y toda clase de maquinaria pesada. No es tan grave.

Srta Mildred.- Me importa un bledo lo que usted piense. Haga el favor de reservar tan desagradable léxico para ocasiones más propicias.

Conductor.- Está bien...

Srta. Mildred.- Y vaya más despacio. Ya no hay ningún camión atosigándole.

Conductor.- (Después de una breve pausa) Sí que lo hay.

La profesora mira hacia atrás y dos segundos más tarde dirige una mirada de perplejidad al conductor del autocar.

Srta Mildred.- No viene nadie... ¿Está usted tratando de tomarme el pelo? Porque le advierto que yo no soy el tipo de persona que...

Conductor.- (Interrumpiéndola) Ha mirado usted en sentido opuesto, señora (Hace un movimiento con la cabeza para indicar a la maestra que debe mirar hacia delante). ¿Lo ve?

Srta Mildred.- ¿Pero qué hace usted? ¿Por qué volvemos a acercarnos al camión?

Conductor.- Ahora lo entenderá.

Srta. Mildred.- ¿Ha perdido la cabeza?

El conductor muestra con su lenguaje corporal que está realizando un adelantamiento.

Conductor.- Señora, mire la cara del hombre que conduce el camión de los cerdos.

La maestra mira por su ventanilla y da un respingo en su asiento. Posteriormente se queda petrificada contemplando algún punto del infinito.

Conductor.- ¿Qué le pareció? ¿Vio la cara de ese tipo?

Srta Mildred.- (Todavía absorta) No hay nadie conduciendo ese camión...

Conductor.- (Después de soltar un bufido) Qué alivio... Pensaba que me había vuelto loco... Cuando adelanté por primera vez al camión ése lo hice maquinalmente y no me fijé en nada; pero cuando él me adelantó, mientras yo decía textualmente, con perdón, “a tomar por culo, hijo la gran puta”, me di cuenta de que estaba empleando inútilmente mis conocimientos acerca de la jerga camionera, pues no había nadie allí... Espero que los cerdos no hayan pensado que se lo decía a ellos; no sé si nos conviene ponernos a mal con un montón de puercos a la deriva.

Srta Mildred.- (Sigue con aspecto fosilizado, no parece estar prestando atención a las palabras del conductor) Nadie conduce ese vehículo... ¿Eso es posible?

Conductor.- Claro que es posible. Usted lo ha visto, ¿no? Seguramente se trata de un Lanchester4549. Estos vehículos utilizan un potente sistema militar dedicado al estudio de la ionosfera, el famoso Haarp, un formidable complejo de antenas construido por el Pentágono en Alaska en los años noventa. Se les configura un itinerario y recorren la distancia programada en el tiempo que se les haya indicado. Por eso suele recomendarse que, si te topas con un Lanchester4549, lo mejor que puedes hacer es apartarte de su camino... Cuentan que una mujer, monja para más señas, se situó en medio de la carretera en cierta ocasión y trató de conseguir que un Lanchester se detuviese... Aquello no fue buena idea. Supongo que, a su modo, el cerebro artificial del Lanchester debió pensar: “Sí, sí... Los cojones me voy a parar”... Bueno, el caso es que si la monjita aquella pretendía demostrar algo tuvo un cierto éxito en su empresa: básicamente demostró que era una monja normal y corriente, sin superpoderes ni nada... Lo mismo ni siquiera era monja. O tal vez lo había sido en el pasado y eso la llevó a pensar que...      

Srta Mildred.- (Interrumpiendo) Ya basta, por favor. Esto no es divertido, ¿sabe? Seguramente el conductor ha sufrido algún tipo de indisposición, y ahora ese vehículo gigantesco está fuera de control.

Conductor.- ¿Usted cree? No sé yo, ¿eh? Lo único cierto es que está intentando adelantarme otra vez...

Srta Mildred.- ¿Qué? (Mirando hacia atrás) ¡Oh, Dios mío!

Mientras el camión de los cerdos adelanta nuevamente al autocar la señora se abalanza sobre el conductor con la intención de mirar por la ventanilla.

Conductor.- Oiga, señora...

Srta Mildred.- (Muy nerviosa, chilla mientras se sujeta a los hombros del conductor) ¿¡Hay alguien ahí dentro!?

Conductor.- No me agarre, señora, conseguirá que nos estrellemos.

Srta Mildred.- (Regresando a su asiento con cara de enorme consternación) Es cierto, no hay nadie conduciendo el camión.

Conductor.- Ya se lo dije.

Srta. Mildred.- ¿Entonces? ¿Era verdad eso que comentó acerca de los camiones no tripulados?

Conductor.- Pues claro que no, joder. Todo lo que conté del Lanchester4549 me lo estaba inventando. No sé si existen vehículos de esas características, no soy un jodido científico; pero estaremos de acuerdo en que, de existir, no estarían siendo utilizados para transportar cerdos al matadero. Ni siquiera en modo experimental.

Srta Mildred.- ¿Y cómo explica usted esta circunstancia?

Conductor.- Tengo una teoría... Bueno, en realidad tengo veinte.

Srta. Mildred.- Espero que no esté tomándome el pelo otra vez. Estoy francamente asustada.

Conductor.- No, verá... Podría ser que me haya quedado dormido y esté soñando todo esto. O quizá es usted la que duerme y sueña. La primera de las dos hipótesis me resulta poco consistente, si tenemos en cuenta que siempre me despierto de golpe en cuanto comprendo que estoy soñando. De manera que tal vez la pesadilla sea suya, Señorita Mildred. O de alguno de los niños, claro... ¿Ve? Con sólo pensar un poquito hallamos múltiples explicaciones a sucesos aparentemente inexplicables... De hecho, no se si se percató usted de que todos los chavales llevan un buen rato fuera de combate. Pero, finalmente... Entiendo que, incluso si soy tan solo un personaje de ensoñaciones ajenas, lo cierto es que yo percibo mi propia existencia. Es decir, “pienso, luego existo”...

Srta. Mildred.- Pare el vehículo ahora mismo. Quiero salir de aquí.

Conductor.- (con acento condescendiente) De acuerdo...

Transcurren unos segundos en silencio. No sucede nada. Muy al contrario, el conductor no parece albergar ninguna intención de pisar el freno y la maestra empieza a impacientarse.

Srta. Mildred.- ¿No me ha oído? Detenga el autocar inmediatamente.

Conductor.- (Con gesto contrariado) No sé, no sé... Estoy pensando que... Si esto no es real... Si es tan sólo un sueño... ¿No le apetece saber cómo termina?

La profesora mira al conductor con los ojos fuera de sus órbitas.

Conductor.- ¿Nunca se despertó de un sueño y se sintió mal por haberse perdido el desenlace? ¿Eh? A mí me ha pasado un millón de veces. Lo odio.

Srta. Mildred.- Está usted completamente loco. Sé perfectamente que no estoy soñando. Esto es la Realidad y no deseo seguir a bordo de un cacharro pilotado por un demente.

Conductor.- Bueno, señora, en realidad no ha dicho nada que no supiera ya... Pero yo voy a ir a por el camión, le guste o no. Lo siento muchísimo. No hay quien me pare. (Mira entonces durante algunos segundos hacia el techo del autocar) Señor, si existes, no consientas que nadie me despierte ahora... Prometo no volver a insultar a tu madre...   

El conductor acelera a fondo. La maestra se queda adherida al respaldo de su asiento como consecuencia del acelerón. Hace la señal de la Santa Cruz con los ojos cerrados y aplasta el crucifijo contra su pecho. Durante diez segundos, el conductor, con aspecto claramente trastornado, persigue al camión emitiendo gruñidos porcinos. Súbitamente dirige una mirada a la maestra, que sigue con los ojos cerrados, y se echa a reír.


Conductor.- Pero qué hace, señora... ¿Reza por usted, por los niños, por mí? ¿O quizá está dándoles la extremaunción telepática a los puercos? No estaría de más, seguramente van camino del matadero... No, ya sé: está intentando resolver el asunto de los malditos garbanzos, ¿verdad?

Ella no contesta y el conductor vuelve a concentrarse en su particular duelo automovilístico. A cada segundo parece más y más enajenado, mascullando, y en ocasiones gritando, frases en alemán...

Conductor.- Wohin fährt dieser Bus? Ich möchte ein Auto mieten. ¡Ich möchte ein Auto mieten! Das war ein Missverständnis... ¡Ich will mit einem Anwalt sprechen!

 Se oye entonces una sirena de la policía. El conductor cambia su gesto enloquecido por una expresión de gran enfado.

Conductor.- No me jodas... No me lo puedo creer... ¡No me lo puedo creer, coño! Hasta en sueños tienen que andar jodiendo estos cabronazos... Esto me pasa por rezar... (Vuelve a dirigirse al techo del vehículo) Ya puedes irte olvidando de lo que dije sobre tu madre... (Ahora mira a través de su ventanilla) Qué sí, que ya paro, hijos de puta...

El autocar se detiene y también el irritante sonido de la sirena. El conductor apoya su cabeza sobre el volante en actitud abatida. Unos segundos después sube al vehículo un hombre joven vestido de policía. Parece extraordinariamente tranquilo; sonríe con ademán indulgente al conductor y le pone una mano sobre el hombro. La maestra continúa inmóvil, con el crucifijo pegado a su pecho y los ojos cerrados.

Policía.- ¿Otra vez, Miguel Ángel?

Conductor.- Otra vez vosotros, no te jode... No iba tan deprisa.

El policía continúa hablando en tono misericordioso.

Policía.- Ibas a toda hostia, Miguelito. Reconócelo.

Conductor.- No más que otras veces.

Policía.- Puede ser... Pero, de todas formas, ibas a más del doble de la velocidad permitida en esta vía.

Conductor.- Ni de coña.

El policía se queda mirando a la maestra durante algunos segundos. Ella sigue quieta como una estatua.

Policía.- (Al conductor) Y hoy, qué quieres que te diga... (Señala con el pulgar a la señorita Mildred) Con esta no pagas la multa.

Conductor.- ¿Cómo que no? Me costó quinientos euros.

Policía.- ¿Esta cosa? ¿Quinientos pavos? Pero si parece una vieja.

Conductor.- Ya sé que parece una vieja. De eso se trata: es para fetichistas.

Policía.- No sé, Miguelinchi... No me dice nada en especial. Además, a mi mujer empieza a no gustarle demasiado que llegue a casa con una muñeca hinchable cada dos por tres. Creo que empieza a sospechar cosas raras.

Conductor.- Venga, hombre... Sabes que nunca llevo dinero encima.

Policía.- (Se acerca a la maestra y toquetea sus brazos, como comprobando la musculatura de la mujer) Menuda birria, Miguel... Joder... Y mira que es fea... ¿Dónde tiene la válvula?

Conductor.- En el crucifijo.

Policía.- (Suelta una carcajada militar) Al final siempre me lías, cabrón... Eso del crucifijo le va a encantar a mi mujer. Igual hasta la convenzo de que hagamos un trío. En fin...

El policía levanta de su asiento a la señorita Mildred y la saca del autobús con un pequeño empujón.

Policía.- Bueno, chico... Puedes irte. Pero desde ya te digo que es la última vez que admito esta forma de pago. Además, imagínate que te para alguien que no soy yo. ¿Cómo explicarás una situación tan absurda? Si ni siquiera yo lo entiendo...

Conductor.- Si tu vida consistiese en transportar cerdos al matadero a diario lo entenderías. Los cerdos sufren estrés y angustia al encontrarse en un lugar desconocido y nada agradable para ellos... Ajenos a lo que les va a ocurrir, es cierto, pero aun así experimentando la impotencia que les ocasiona no poder escapar de un lugar donde se sienten tan jodidamente mal.

Policía.- Lo que debes hacer es no pensar en los cerdos. Imagínate que simplemente los llevas de excursión. De hecho tu trabajo consiste en eso. Lo que hagan luego con los cerditos no es asunto tuyo. En cualquier caso, por mucha nobleza que encierre tu discurso animalista, lo cierto es que no explica en absoluto el delirio este de las muñequitas...

Conductor.- Las muñecas me hacen compañía. Aunque debo reconocer que esta última ha estado dando por saco todo el camino...

Policía.- Ya. Bueno, venga. Vuelve a la ruta. Y no corras demasiado.

Conductor.- Espera... Ya que estamos, aprovecharé para mear.

Policía.- Vale.

Se dirigen hacia la puerta del vehículo. En ese instante, el policía da media vuelta con gesto de haber recordado súbitamente algo importante.

Policía.- Por cierto, Miguel... Mi mujer descubrió la solución del acertijo de los garbanzos que me propusiste el otro día.

Conductor.- (Muy sorprendido) ¿Sí?

Policía.- Como lo oyes. Lo sacó en seguida, la muy puta. Aunque lo cierto es que, finalmente, el misterio de los veinte garbancitos es una auténtica gilipollez.

Conductor.- ¿Y cómo dejaste que te explicase la solución? Entonces no serás inmortal. Solamente lo son quienes lo descubren.

Policía.- Yo no quiero ser inmortal, Miguelito. Y aún menos ahora que sé que mi mujer lo es. Lo comprendes, ¿no?

Conductor.- Sí.

Salen del vehículo. Oímos a los cerdos gruñir y termina la función. 



miércoles, 15 de junio de 2011

PIS DE PONY. Escrita por Antonio del Olmo


El pony Claudio, por Mark Robinson  



El escenario es a todas luces el despacho del director de una sucursal bancaria. Vemos allí a una mujer joven bastante atractiva, sentada en una silla negra a uno de los lados de la mesa que preside la sala. Al otro lado del tablero está Tiburón Antoine, el director de la sucursal, un tipo algo arrogante que aporrea enérgicamente el teclado de su ordenador. Comienza la conversación...


Tiburón.- (Mirando la pantalla del PC) Me temo que no va a ser posible, Alicia. Es una lástima, pero... Comprenda que con una sola nómina, y tan pequeña... Sin ninguna otra garantía o aval...

Alicia.-     Bueno, la garantía es el propio piso, ¿no? En eso pensaba yo que consistían los créditos hipotecarios. Si no pago se quedan ustedes con la casa.

Tiburón.- (Por fin levanta su mirada) No es tan sencillo. Además, piense usted... ¿Para qué quiere el banco su casa? El banco lo que quiere es que usted pague. Concederle a usted este crédito entraría casi casi en terrenos de la especulación inmobiliaria. Estaríamos estafándole a usted, señorita.

Alicia.-     (Después de un corto silencio) No lo entiendo, perdone que le diga. Me resulta incluso un poco... obsceno, que ustedes exijan que se les garantice solamente que se va a pagar la deuda y que no pidan otro tipo de garantías...; por ejemplo, les da igual si el dinero lo utilizo yo para el tráfico de armas o de drogas... Lo único que les importa es que se les devuelva...

Tiburón.-   No puedo hacer nada, en serio. Y bien que lo siento, Alicia. Ojalá pudiera solucionar su problema. El suyo y el de todos cuantos vienen aquí pensando que soy yo quien decide si merecen convertir en realidad sus sueños. Este (señalando enérgicamente al ordenador): este es quien decide. Y aquí pone que no, amiga. Que no y que no...

Alicia.-     Bueno, está bien... Entonces... ¿Qué me aconseja? ¿Cree usted que algún otro banco podría...? Quiero decir que... Seguramente conozca usted alguna otra entidad en la cual existan condiciones menos duras.

Tiburón.- Me pregunta usted si conozco alguna entidad en la cual los equipos informáticos sean más benévolos. Mire, yo no soy informático; pero, por lo poco que sé, casi podría asegurarle que aún no ha sido inventado un sistema operativo basado en la misericordia.

Alicia.-     Ya...

Tiburón.- En fin, Alicia (levantándose de su asiento y tendiendo su mano)... No le hago perder más tiempo. ¿Va usted a hacer uso del enano?

Alicia.-     (Se pone en pie y estrecha la mano del Director con gesto compungido) No, déjelo.

Tiburón.- Le advierto que funciona. A todo el mundo le cuesta la primera vez, pero todavía está por llegar aquél que después de probarlo no haya reconocido las cualidades terapéuticas de este innovador servicio.

Alicia.-     Sí, me lo imagino. Pero es que yo odio la violencia.

Tiburón.- Pero si esto no tiene nada que ver con la violencia, Alicia. ¿Qué cree usted, que el enano ha venido aquí a punta de pistola? Él respondió simplemente a una oferta de empleo, un anuncio en el cual fuimos del todo explícitos, para que no pudieran existir malentendidos. El enano aceptó todas las condiciones... Es más, tengo más de cincuenta enanos en cartera, hombres dispuestos a trabajar el mismo día en que el puesto quede vacante. Mírele... (El director acerca su ojo izquierdo a una mirilla situada en una de las paredes del despacho. Se retira de inmediato e invita a Alicia a mirar. Ella se acerca de mala gana y mira a través del agujerito) ¿Lo ve? Está ahí, tranquilo, leyendo la Teoría del Conocimiento de Juan Hessen. A las dos termina su jornada laboral, y el hombre se marcha a casa tan contento. A fin de cuentas, trabaja en un banco, como yo. Está orgulloso de sí mismo. Y su familia está orgullosa de él.

Alicia.-     Pero yo soy incapaz de golpear a otra persona...

Tiburón.- Venga, déjese de monsergas y elija un instrumento. Tenemos bates de baseball, puño americano, faldas escocesas mojadas, guitarras fender stratocaster, bombas lapa... Todo tipo de arma contundente. Aunque yo le recomendaría el remo... Le puede dar de canto en las costillas, o golpearle de lleno en la espalda, o lo que a usted se le ocurra. Eso sí, tenga cuidado, no vaya a descoyuntarle un hombro al pobre enano...

Alicia.-     ¿Qué?

Tiburón.- Mujer, es que me temo que haya podido usted malinterpretarme. No se trata de cargarnos al enanito. De lo que se trata es de que la gente pueda desahogarse un poco, nada más que eso.

Alicia.-     Ah... Hombre, es que lo de las bombas lapa, qué quiere que le diga...

Tiburón.- Ya, ya... Por eso hice esa puntualización. Son todos ustedes tan malpensados... Lo de las bombas lapa es una especie de maltrato psicológico. No tienen carga explosiva, pero eso el enanito no lo sabe. Podría usted enganchar la bomba en la espalda del enano y decirle que va a explotar en diez minutos, por ejemplo. Y durante esos diez minutos estaría usted, quizá, describiéndole al enano los efectos devastadores que la bomba va a tener sobre su diminuto organismo.

Alicia.-     Qué crueldad.

Tiburón.- Sí... Efectivamente, es una crueldad. Pero yo le garantizo que abandonaría usted el banco sintiéndose una mujer nueva, como recién salida de la ducha.

Alicia.-     Ya.

Tiburón.- (Caminando los dos hacia la puerta del despacho) En fin, no parece usted dispuesta a dejarse convencer.

Alicia.-     De momento no...

Tiburón.- No se preocupe, no estoy ofendido. Y espero que usted tampoco...

Alicia.-     Claro que no, hombre...

Tiburón.- (Abriendo la puerta, sonriendo de un modo algo empalagoso) Si necesita usted algo, ya sabe, siempre estaremos aquí dispuestos a ayudarla...

Alicia.-     (Saliendo) Muchas gracias... Hasta luego...

Tiburón.- (Cerrando la puerta) Hasta luego, Alicia... Adiós...

Tiburón Antoine se queda solo en su despacho. Vuelve a su sitio sonriendo, con aire tranquilo, y se sienta nuevamente en su silla giratoria. Abre un cajón de su mesa y saca de allí una media de nylon color carne. Se la pone en la cabeza. La media tiene un agujero a la altura de su boca. El Director de la sucursal coge su teléfono y marca...

Tiburón.- Esto... ¿Victoria?
Ah... Joder, menudo resfriado se ha cogido usted, ¿no?
No la había reconocido...
Sí... Haga el favor de...
Vaya por dios... ¿No puede esperar diez minutos? Estoy ocupado ahora...
Joder...
Bueno, venga, dígale que pase...

Cuelga el teléfono con mal humor, se quita la media y vuelve a guardarla en su cajón. Se peina con las manos. Entonces llaman a su puerta.

Tiburón.- Adelante.

Se abre la puerta y aparece en actitud tímida un hombre que viste una gabardina poco elegante, y que lleva en su mano una enorme agenda negra.

Dimas.-    ¿Se puede?

Tiburón.- Pase, pase...

Dimas.-   (Ya dentro del despacho, cerrando nuevamente la puerta) Me pareció intuir que estaba usted ocupado...

Tiburón.- No se preocupe... Siéntese, si es tan amable...

Dimas se acerca lentamente a la silla que antes ocupó Alicia. Se sienta y se queda mirando a Tiburón Antoine. Coloca sobre la mesa la agenda o dietario que ha traído consigo.

Tiburón.- Dígame, caballero.

Dimas.-   (Con aire indeciso) Verá... Hace unos meses formalicé un plan de pensiones con..., bueno, con otro banco... Y lo que ocurre es que me he enterado hace unos días de que ustedes ofrecen un tipo de interés más ventajoso, y... Pues eso, quería informarme...

Tiburón.- Estupendo... (Se pone a teclear con rapidez y firmeza, mirando con cara de mucho interés a la pantalla del ordenador) ¿Hace cuántos meses contrató usted esa póliza?

Dimas.-    Hace nueve o diez meses.

Tiburón.- ¿Y piensa usted continuar haciendo aportaciones?

Dimas.-    Depende.

Tiburón.- ¿De qué?

Dimas.-    De lo que me ofrezcan ustedes.

Tiburón.- Ya... Si lo digo porque de no continuar aportando dinero es probable que tenga que dar por perdido lo que aportó hasta hoy.

Dimas.-    Ya lo sé. Creo que si sigo haciendo aportaciones hasta que se cumplan dos años desde el inicio del contrato tendré derecho a rescatar el dinero.

Tiburón.- Sí... Claro, depende de la póliza que usted firmase... ¿La tiene aquí?

Dimas.-    No.

Tiburón.- Vaya... Debería haberla traído. Para realizar una comparativa inmediata.

Dimas.-    Ya. Lo pensé justo cuando entraba en su despacho.

Tiburón.- Siempre pasa lo mismo, ¿verdad?

Dimas.-    Sí.

Tiburón.- Bueno, da igual. Si me da usted los datos esenciales de la operación, supongo que en ese caso estaré en condiciones de analizar pormenorizadamente su caso...

Dimas.-    ¿Qué datos necesita?

Tiburón.- Pues unos cuantos... Aunque, claro, sin el otro contrato en mis manos va a resultar complicado que pueda ayudarle...

Dimas.-    Lo entiendo, ha sido fallo mío...

Tiburón.- ¿Sabe lo que ocurre con estas cosas? Que uno nunca..., o casi nunca sabe si lo hizo a propósito...

Dimas.-    ¿Cómo?

Tiburón.- ¿Cree usted en la Predestinación...? Perdone, ni siquiera conozco su nombre...

Dimas.-    Dimas.

Tiburón.- Dimas... ¿Cree usted en el Destino, y esas cosas, Dimas?

Dimas.-    Pues la verdad es que sí.

Tiburón.- A eso me refería. Estoy por asegurarle a usted que olvidó adrede traer el otro contrato.

Dimas.-    Es posible.

Tiburón.- ¿Quiere que sigamos con esto entonces, o prefiere marcharse y reflexionar un poco?

Dimas.-    No sé... Déjeme pensarlo unos segundos...

Tiburón.- Creo que está usted decidido a pensarlo durante algunos segundos, de todos modos, le deje o no...

Dimas.-    Es que ya que he venido hasta aquí...

Tiburón.- ¿Vive usted lejos?

Dimas.-    Bastante lejos.

Tiburón.- Qué contrariedad... En cualquier caso... Puede hacer uso del enano y volver mañana...

Dimas.-    No, gracias.

Tiburón.- Vaya... Otro igual. Pero qué reacios son ustedes a utilizar este servicio... No lo comprendo, sinceramente... El enano tiene la culpa.

Dimas.-    ¿El enano?

Tiburón.- Sí... El enano es el culpable... Culpe al enano de todo lo que le pase... Para eso está. Si nadie le culpa de nada tendré que despedirle.

Dimas.-    Quizás a él no le importe ser despedido.

Tiburón.- ¿Sabe, Dimas? El enanito no necesita en absoluto su compasión. Necesita un sueldo.

Dimas.-    Oiga, que a mí me da igual lo que hagan ustedes con él.

Tiburón.- Pues no debería darle igual, amigo... Porque lo que hemos hecho con él es, simplemente, salvarle la vida. Iban a dárselo al tigre del circo para que se lo comiera. Como está viejo y es medio gilipollas...

Dimas.-    Ya.

Tiburón.- Le llaman Julio “La Fiera”... (Señalando con la cabeza la mirilla) ¿Quiere verlo?

Dimas.-    No, no hace falta.

Tiburón.- Como quiera.

Dimas.-   (Después de unos segundos) Bueno, venga... ¿De verdad puedo verle un momento?

Tiburón.- Claro. Eche un vistazo por la mirilla...

Dimas se levanta de su asiento y se acerca a la mirilla. Mira por el agujero mientras Tiburón Antoine le habla.

Tiburón.- ¿Lo ve? Ahí está, tan tranquilo. Estará leyendo sus libros de filosofía y sociología... Lo hace como terapia. No entiende lo que lee, pero por lo visto le viene bien a su cerebro que se esfuerce en intentar comprenderlos. Porque... Ya le he dicho que le llaman Julio “La Fiera”, ¿no? ¿Sabe por qué?

Dimas.-    ¿Por qué?

Tiburón.- Fue a buscar trabajo a un circo... Llegó allí con esa pinta decrépita que puede usted observar y pidió trabajo al gerente. Éste le preguntó qué sabía hacer... Julio dijo: “Imito bien a los tigres de bengala...” Entonces el gerente le pidió que hiciese una demostración... Y Julito se comió al trapecista.

Dimas.-   (Sin mucho interés) Joder. Qué barbaridad.

Tiburón.- Eso mismito gritaba el trapecista, según cuentan... “Qué barbaridad...” (Chillando, imitando al trapecista) “¡Qué barbaridad!” Dios Santo... La verdad es que ese trapecista debía de ser un mariconazo de tomo y lomo.

Dimas.-    Ya.

Tiburón.- ¿Se anima entonces a golpearle o no?

Dimas.-   (Deja de observar a través de la mirilla y vuelve a su asiento) Quizá en otra ocasión.

Tiburón.- Como guste... (Cuando Dimas termina de acomodarse en su asiento, Tiburón señala con su dedo índice la agenda que aquél dejó sobre su mesa nada más entrar en el despacho) Oiga... Esa agenda... ¿No será por casualidad algún tipo de cámara camuflada, o algo así?

Dimas.-    Pues claro que no.

Tiburón.- (Distendidamente, pensativo) Lo digo porque... Fíjese... Una vez... Qué curioso. Una vez vino a mi apartamento un detective con una grabadora. Le metí en un armario y le conté la historia de mi padre. En serio. Cuando le saqué de allí... Joder... Salió todo digno, muy estirado, sacudiéndose el traje... (Imitando al detective del que habla) Me dijo: “Don Antoine... Puedo olvidar errores; puedo también olvidar agravios... Pero nunca olvido una percha...”

Dimas.-   (Después de un silencio en el cual Tiburón Antoine parece mostrarse orgulloso de su hazaña) Por cierto, ¿cómo está tu padre, Antoine?

Tiburón.- (Muy extrañado) ¿Perdón?

Dimas.-    Que cómo está tu padre...

Tiburón.- ¿A qué viene eso?

Dimas.-    No te acuerdas de mí, ¿verdad?

Tiburón.- (Fijándose detenidamente en la cara de Dimas) Pues la verdad es que... Lo cierto es que se me parece usted a alguien, pero no sé a quién... No. No le recuerdo, francamente. Y tampoco recuerdo haberle dado permiso para tutearme.

Dimas.-    ¿Te acuerdas de Olga?

Tiburón.- (Frunciendo el ceño, tratando de recordar) ¿Olga? ¿Qué Olga?

Dimas.-    Lo sé todo sobre tu padre, Antoine. Trabajó años y años en una sucursal de un banco; y hace poco fue recluido en un centro psiquiátrico.

Tiburón.- ¿Quién es usted?

Dimas.-    Y lo cierto es que me cuesta comprender cómo tardaron tanto en llevarle a un maldito manicomio. Si desde muy pequeño, el pobre... (Después de inspirar profundamente, con solemnidad) Desde marzo de 1947 hasta enero de 1948, el señor Lázaro García del Pato, padre de Tiburón Antoine, con sólo diez años cumplidos, soñó en cuarenta y siete ocasiones con una mujer de aspecto ario que se metía en su habitación, totalmente desnuda, y le meaba en la cara mientras le decía: “¿¡Quieres que te pegue una buena hostia!? ¿¡Eh!?” Dicho con acento alemán, la hostia parecía inevitable... (Imitando el acento alemán) “¿¡Quierrres que te pegue una buena hostia!?”

Tiburón.- (Algo crispado, pero manteniendo la compostura) Bueno, ya está bien. Dígame ahora mismo quién es usted y de qué conoce esa historia.

Dimas.-    Te voy a contestar, sí. Aunque todo depende de que dejes de hacerte el tonto cuando te hablo de mi hermana Olga.

Tiburón.- (Pensativo) No recuerdo haberle dado permiso para tutearme...

Dimas.-    Me lo he tomado yo mismo.

Tiburón.- (Llevándose los dedos a las sienes, como devanándose los sesos) Olga, Olga... La única Olga que recuerdo trabajaba como dependienta en una tienda de electrodomésticos. Y alardeaba de haber sufrido la extirpación del útero.

En este preciso instante se abre la puerta del despacho y vuelve a aparecer Alicia en escena.

Alicia.-     Perdonen, no quería molestar... (Los dos se quedan mirándola durante unos segundos sin saber qué decir) Sólo venía a decirle a usted, don Antoine, que... Bueno, que lo he pensado mejor y... En fin, que quiero hacer uso del enano...

Tiburón.- Estupendo... Espere un segundito en la sala, enseguida estoy con usted...

Dimas.-    No, no se vaya, señorita. Cierre la puerta y siéntese, por favor. Estoy seguro de que le gustará escuchar nuestra grata conversación...

Tiburón.- Alicia... Haga usted el favor de esperar fuera, si es tan amable...

Dimas.-   (A Antoine) ¿Por qué no dejas que decida ella si se queda o no?

Tiburón.- Esto es una conversación privada...

Dimas.-    Mire... Alicia... ¿Puedo llamarla así?

Alicia.-     Claro.

Dimas.-    Mire esto... (Se pone en pie. Saca de un bolsillo interior de su gabardina una cajita pequeña muy elegante, de las que suelen llevar dentro joyas. Abre la caja con delicadeza, mostrándole a Alicia su contenido) ¿Le gusta?

Alicia.-     Es precioso.

Dimas.-    Tenga, es para usted.

Alicia.-     (Sin coger la caja) No puedo aceptarlo.

Dimas.-    Venga... No sea usted tan presumida. Puede y quiere aceptarlo, y jamás habría dicho esa frase de no haberla oído un millón de veces en películas de Hollywood. Además, acaba usted de declarar que desea de manera urgente apalear a ese pobre minusválido... Pienso que está usted dispuesta a descuartizar al enano, y sin embargo le supone un conflicto moral aceptar este regalito... 

Alicia.-     Es que no sé a qué me compromete aceptarlo.

Dimas.-    No la compromete a nada. Es más, puede usted vender el maldito anillo en cuanto salga de aquí, si lo desea. Ahora bien, yo le diré un par de sitios a los que no debe nunca acercarse cuando pretenda vender una joya... (Se queda callado unos segundos, mirando fijamente a Alicia) ¿Lo acepta?

Alicia.-     No sé...

Dimas.-    No crea que va a tener muchas más oportunidades en su vida de que alguien le regale un anillo tan bonito y tan caro a cambio de nada.

Alicia.-     Ya, pero... (Coge finalmente la cajita y sonríe con timidez) Gracias...

Dimas.-    ¿Se queda entonces?

Alicia.-     Sí, pero sólo un momentito...

Dimas.-    No se preocupe, va a ser todo muy rápido...

Dimas cierra la puerta y vuelve a su asiento acompañado por Alicia. Retira de la mesa la silla que va a ocupar ella, galantemente, y mientras Alicia toma asiento observa que Tiburón Antoine está descolgando su teléfono...

Dimas.-   (Sonriendo, muy tranquilo, con aire condescendiente) Suelta ese teléfono, Antoine...

Tiburón.- Voy a llamar a la policía ahora mismo, si no le importa.

Dimas.-   (A Tiburón) También tengo regalos para ti.

Tiburón Antoine aporrea el teclado de su teléfono ahora. Pulsa con cierta violencia el botoncito de colgar, como si el teléfono no funcionase.

Tiburón.- Esto lo ha hecho usted, ¿verdad?

Dimas.-    Es posible.

Tiburón.- Vamos, dígame ya quién es y solucionemos este asunto...

Dimas.-   (Después de inspirar profundamente) Sigues creyéndote muy hombre por haber matado un pony con tus propias manos, ¿eh?

Antoine se queda petrificado, mirando fijamente a Dimas, sin apenas pestañear.

Dimas.-    ¿Vas recordando?

Tiburón.- (Asintiendo) Ya sé quién eres. Sí... Ya recuerdo a Olga... Tú eres el hermanito de aquella Olga, ¿no es eso? Ese niño repelente. Juraste que vengarías la muerte de tu pony, ¿eh?

Dimas.-    Esto es sólo el principio, Antoine. Sólo el principio. Sabía que antes o después terminarían cruzándose de nuevo nuestros caminos.

Tiburón.- ¿Qué?

Dimas.-    Como te dije antes... (Busca en el interior de su gabardina) Como te comenté, también tengo regalos para ti, Antoine. (Saca un papel arrugado y se lo muestra a Alicia) ¿Sabe que es esto, Alicia?

Alicia.-     Cómo voy a saberlo...

Dimas.-   (Alisa el papel con ademán ceremonioso y lo lee en voz alta) “Esta psicosis tiene atributos propios de la esquizofrenia, que se caracteriza por el autoaislamiento progresivo del individuo y la tergiversación de los simbolismos y conceptos de la realidad hasta llegar a delirios fantásticos; también recuerda a la paranoia, que se distingue de la esquizofrenia en que el individuo puede parecer normal, aunque se ve sometido a errores y alucinaciones en una determinada esfera del pensamiento y de la actividad, como parece ser el caso... Por tanto, el tratamiento más adecuado se basa en la aplicación de psicofármacos. Uno de los más potentes antidepresivos es el Triperidol. También lo son la acetofenazina y la perfenazina. Sin embargo, para casos rebeldes como el que parece plantear el paciente, se aconseja la extirpación de neuronas subcorticales de los lóbulos frontales. A esto se le llama Leucotomía y...”

Tiburón.- (Interrumpiéndole) ¿Sabe usted, Dimas? Aún me acuerdo de cómo crujió el cuello de aquel maldito pony aplastado por mi antebrazo. Cada vez que lo recuerdo experimento una erección.

Dimas.-   (A Alicia) Tiburón Antoine estaba enamorado de mi hermana Olga, cuando los dos tenían once o doce años. Nosotros teníamos un chalet en las afueras, justo al lado del chalet de la familia de Antoine. Él venía de vez en cuando a mirar a mi hermana...

Tiburón.- (A Alicia) Y un día de esos, uno de tantos, pues me cargué al pony que le habían regalado a ese niño imbécil a quien todos deseábamos una muerte lenta y dolorosa...

Dimas.-   (A Tiburón Antoine) Lo que más gracia me hace a mí es recordar lo poco que apreció mi hermanita tu gesto heroico. Siguió pensando que eras un mierda.

Alicia.-     Oigan... Estoy pensando que tal vez sería buena idea que me marchase ahora...

Dimas.-    ¿En serio? ¿No quiere saber...? Porque no sé si se habrá dado cuenta de que lo que he leído antes es el diagnóstico que elaboró en su día el eminente psiquiatra Blas Fernández después de analizar minuciosamente las particulares obsesiones del señor padre de nuestro amigo Tiburón Antoine...

Tiburón.- ¿Eminente psiquiatra? Ese imbécil creía que iba a resolverlo todo haciendo al pobre viejo tragar montones de psicofármacos...

Dimas.-   (A Alicia) Su padre se fue una mañana a trabajar con una media de nylon guardada en el bolsillo de su abrigo. Aseguró a todo el mundo que no pensaba robar el banco, sólo quería provocar una situación que pudiera posteriormente implantar en su diario... Además de comprobar si tenía las agallas que hacen falta para catar las sensaciones que produce estar en el interior de un banco con la cabeza metida en una media. Se encerró en su despacho y se puso la media. Allí había un espejo, según creo... Mala suerte. Miró al espejo y tuvo que quitarse la media de inmediato. Después reflexionó. Efectivamente, algo había sentido, algo abismal, inmenso. Un espejo no debía subyugarle hasta ese punto. Un espejo no es nada. Volvió a meter la cabeza en la media y, esta vez sí, sopesó la invitación del presente. Con sólo abrir la puerta de su despacho dejaría de ser un miserable. Tal vez dejó de serlo, pero se convirtió en un neurótico. Nunca abrió esa puerta... A partir de aquel día no pudo acudir al trabajo sin su media. Se la ponía nada más llegar y sólo se la quitaba cuando tenía visita. Le hizo un pequeño agujero a la altura de su boca. De este modo no tenía que quitársela ni siquiera para hablar por teléfono... Una mañana se dio cuenta en el autobús de que se le había olvidado la media. Volvió a casa a buscarla. Ya no podía vivir sin ella, sin las sensaciones que le hacía experimentar...

Tiburón.- Bueno, creo que es suficiente...

Tiburón Antoine se levanta de su silla, como si quisiera dar por concluida bruscamente la conversación... Pero entonces Dimas se incorpora también, saca del interior de su gabardina una pistola y le apunta...

Dimas.-    Vuelve a sentarte, Antoine. Aún no hemos terminado.

Tiburón.- (Sentándose y mirando fijamente a Dimas) ¿Cómo ha conseguido introducir un arma en el banco?

Alicia.-     Oigan, en serio, preferiría marcharme de aquí...

Dimas.-   (A  Alicia) Tranquila, mujer.

Tiburón.- (A Alicia) Por supuesto que no va usted a marcharse ahora. Ahora sí que se queda...

Pausa. Alicia y Tiburón Antoine están mirando a Dimas detenidamente. Existe una gran tensión en sus caras. Pero después de estar en silencio durante medio minuto aproximadamente, Alicia habla con voz relajada...
 
Alicia.-     (A Tiburón Antoine, pero sin dejar de mirar la pistola que tiene Dimas en la mano) Don Antoine... Es una pistola de plástico...

A Tiburón le cambia el gesto como consecuencia de esa revelación. Dimas continúa sonriendo, impertérrito...

Tiburón.- ¿En serio? ¿Es una pistola de plástico, Dimas?

Dimas.-   (Asintiendo, sin dejar de sonreír) Es bonita, ¿verdad?

Tiburón.- Está usted como una cabra...

Tiburón Antoine se levanta de su asiento y extiende su brazo hacia Dimas, con intención de arrebatarle la pistola. Pero en ese instante Dimas dispara. Como es una pistola de agua, el líquido se estrella contra la cara y el cuerpo de Tiburón Antoine. Son varios “disparos”, como una eyaculación.

Tiburón.- (De pie, retirándose de la mesa) Pero... Pero mire cómo me ha puesto, hombre... Es usted un imbécil...

Dimas.-    Seguramente.

Tiburón.- (Saca un pañuelo de su bolsillo y se seca la cara. Después agarra la solapa de su propia camisa y se la acerca a la nariz. Pone cara de mucho asco) Además... ¿Qué clase de porquería me ha echado usted encima? ¿Eh? (Vuelve a olisquear su camisa) ¿Qué cojones es esta cerdada?

Dimas.-   (Después de unos segundos) Pis de pony.

Tiburón.- (Tarda unos instantes en reaccionar) ¿Pis de pony? Oiga, usted es tonto, Dimas. Un auténtico gilipollas... “Pis de pony”... A ver cómo me quito yo ahora este olor... ¿A usted qué le parece, Alicia?

Alicia.-     Yo no digo nada.

Tiburón.- Claro, usted está tan contenta con su anillo... Pues le advierto que lo mismo este individuo ha fabricado el anillo con trozos de la vagina de una maldita cabra.

Dimas.-    Me parece, Antoine que... En fin, observo que no tienes ni idea de lo que es el pis de pony...

Tiburón.- (Sin hacerle caso, sentándose de nuevo) Y luego el cabrón se permite hablar de la esquizofrenia de mi padre...

Dimas.-   (A Alicia) Usted sí sabe lo que es el pis de pony, ¿verdad?

Alicia.-     ¿Se refiere usted a que es algo más, aparte de lo que todos conocemos?

Dimas.-    Tampoco lo sabe... Bien, se lo explicaré a los dos... Verán, el pis de pony es una sustancia venenosa que utilizó la KGB durante los años sesenta... Un veneno que, aparte de ser tremendamente eficaz, no deja rastro alguno una vez que el individuo contaminado entra en coma metabólico. Le pusieron ese nombre en honor a Stalin, aunque no me pregunten por qué... Se administra, como han visto, por vía cutánea y...
 
Alicia y Tiburón Antoine miran estupefactos a Dimas. No saben si creerle o no, pero resulta evidente que comienzan a estar muy alarmados.

Dimas.-    Existe un antídoto, eso sí. Lo descubrió un francés que... Bueno, era un tipo algo excéntrico. Aseguraba con orgullo haber perdido cerca de doscientos mil minutos de su vida sentado en la taza del váter. Eso quería decir, según sus palabras, que ciento noventa días de su vida los había pasado defecando. Había calculado incluso cuántos kilómetros de abono le había dado tiempo a fabricar... (Hace una pausa. Los otros dos siguen mirándole con cara de no dar crédito a lo que les está pasando) Después quiso entrar en el Libro de los Récords por ser el único hombre que había leído doscientas cuarenta veces el Cándido de Voltaire. Pero no pudo probarlo, claro.

Tiburón.- Oiga... Todo esto es una tomadura de pelo, ¿verdad?

Dimas.-    ¿Eso crees, Antoine? ¿Estás manifestando con semejante afirmación que no te interesa  saber nada del antídoto? Te advierto que no tenemos mucho tiempo... Dentro de unos ocho minutos comenzarás a sentir los efectos del veneno. Y entonces será demasiado tarde ya...

Alicia.-     (A Dimas) Oiga, a lo mejor me ha salpicado a mí sin querer... A ver si voy a estar yo intoxicada...

Dimas.-    No se preocupe, Alicia. Tengo una puntería envidiable.

Alicia.-     Pero quizás no me vendría mal tomar el antídoto..., por si acaso...

Dimas.-    Bueno, de eso ya hablaremos. De momento, quien tiene que tomar el antídoto es nuestro querido Tiburón Antoine... Y no parece que...

Tiburón.- ¿Tiene usted ese antídoto aquí?

Dimas.-    Claro que lo tengo. ¿Crees que soy un maldito criminal?

Tiburón.- Bien... De acuerdo, adminístreme ese jodido antídoto. Haré el ridículo y se marchará usted de aquí tan contento, habiendo vengado por fin la muerte de su pony.

Dimas.-    No es tan sencillo, Antoine.

Tiburón.- ¿Qué es lo que quiere? ¿Quiere que suplique? ¿Quiere verme de rodillas suplicando perdón por haber matado al caballito de los cojones?

Dimas.-    Casi aciertas, Antoine. Casi aciertas... Porque resulta que... Esa sustancia a la que estamos llamando antídoto, y cuyo nombre técnico es... Bueno, no me acuerdo... Pero tiene un nombre técnico... El caso es que esa sustancia... ¿Cómo te diría yo...? Digamos que ha sido implantada en mi organismo una capsulita llena de esa sustancia. Para ser más precisos, esa cápsula, esa diminuta bolita de acero, ha sido implantada en una de mis glándulas.

Tiburón.- ¿Y?

Dimas.-    Pues eso... Hombre, es que con una mujer delante...

Tiburón.- ¿Qué pasa?

Dimas.-   (Después de suspirar) Pues que llevo la cápsula metida en la próstata.

Pausa. En la cara de Tiburón Antoine se va dibujando una expresión de intenso odio. Un Odio intentísisimo...

Tiburón.- Acabáramos... Lo que quiere usted es... Usted pretende que se la chupe, ¿no es así? Qué hijo de puta.

Dimas.-    Es una de las maneras más directas que encuentro para que el antídoto salga de mi organismo y pueda penetrar en el tuyo, ciertamente...

Tiburón.- A mí se me ocurre otra. Otra forma “muy directa”...

Dimas.-    Ah, estupendo. Veamos...

Tiburón.- Cojo el abrecartas que tengo en este cajón y lo utilizo para extirparle a usted la próstata.

Dimas.-    ¿Y qué harás? ¿Comértela? Vamos, Antoine... No tenemos tiempo para excentricidades. Cuando dijiste que se te había ocurrido “otra manera” no pensé que estuvieses refiriéndote a semejante idiotez.

Tiburón.- No voy a chupársela, Dimas. Olvídese de ello.

Dimas.-    Ah, muy bien... Eso quiere decir que nuestra reunión ha terminado...

Dimas se pone en pie. Inclina su cabeza en una especie de saludo japonés y se acerca a la puerta del despacho...

Tiburón.- Ni se le ocurra salir de aquí.

Dimas.-    Creo que eso es lo que voy a hacer, sí señor...

Tiburón.- Le ordeno que vuelva a sentarse.

Dimas.-   (Abriendo ya la puerta, escupe un bufido desdeñoso) Me ordena...

Tiburón.- Alicia, haga algo...
        
Alicia.-     ¿Yo?

Tiburón.- Impídale que se vaya..., por Dios...

Tiburón Antoine y Alicia se quedan petrificados. Dimas abandona el despacho con una sonrisa cínica en la cara.

Tiburón.- (Masajeando su frente) Joder... Me cago en Dios... (Muy nervioso) Pues como empiece a encontrarme mal... Vamos, al enano me lo llevo por delante... Hombre, que si lo hago... El enano se viene conmigo...

Alicia.-     Cálmese, don Antoine.

Tiburón.- De todos modos, Alicia, no me diga usted a mí... Podía usted haber hecho algo...

Alicia.-     ¿Yo? ¿Qué quería que hiciese, agarrar a ese energúmeno de los pelos para evitar que se fuera?

Tiburón.- Yo qué sé... Además, no me refería a eso.

Alicia.-     Sé perfectamente a qué se refería, y me parece a mí que...

Tiburón.- (Interrumpiéndola) Está bien, perdóneme... No quería ser grosero. Pero comprenda que... Bueno, entienda que yo la considere a usted más apropiada para chupársela al hijoputa ese... Y no se ofenda, por favor...

Alicia.-     ¿Que no me ofenda?

Tiburón.- Venga, dejémoslo, por Dios... Estoy preocupado y no hago más que meter la pata.

Alicia.-     Pues sí.

Tiburón.- (Después de unos segundos de silencio) De todas formas... Usted también ha estado preocupada durante unos minutos pensando que quizá le había salpicado el anormal de Dimas... Si hubiese sido así... Supongo que no habría puesto muchas pegas a la hora de chupársela. Ahora, claro, como ha llegado usted a la conclusión de que la única vida que corría peligro era la mía, pues... Pues eso. Ni por un instante pasó por su imaginación la posibilidad de hacer un pequeño sacrificio por salvarme... No sé si eso me duele o simplemente me da pena.
 
Alicia.-     ¿Pena? ¿Que yo le doy pena?

Tiburón.- No, usted no... La Humanidad... Porque pienso que... Todo el mundo tiene sueños... Hay quien sueña con vivir un romance apasionado y maravilloso; otros sueñan con viajar en el Tiempo... Muchos sueñan con hacerse ricos... Pero no he conocido aún a nadie que me diga: “Mi sueño es salvarle la vida a otra persona”. Nadie.

Alicia.-     Está usted desvariando. Y, perdone que le diga, no creo que sea ese el efecto del veneno.

Pausa. Tiburón Antoine se queda mirando fijamente a Alicia. Su expresión va relajándose por momentos.

Tiburón.- No había ningún veneno, ¿verdad?

Alicia.-     Claro que no, don Antoine. ¿Acaso lo ha creído usted durante un solo instante?

Tiburón.- No... Supongo que no... Bueno, si vamos a eso, creo que quizá sí dudé en algún momento.

Alicia.-     Eso me pareció.

Tiburón.- Pues a mí también me pareció advertir que usted lo creía.

Alicia.-     Sólo intentaba ser amable con ese perturbado.

Tiburón.- “Perturbado”, esa es la palabra. No tiene usted ni idea de hasta que punto. Es un demente, y bastante peligroso, según creo.

Alicia.-     No sé, a mí me dio la impresión de que era un pobre hombre. Plantea usted la situación como si ese Dimas fuese poco menos que un psicópata, y me parece a mí que...

Tiburón.- Ese es precisamente un rasgo que caracteriza a todos los psicópatas: no se les nota que lo son.

Alicia.-     Puede ser...

Tiburón Antoine está mucho más tranquilo. Empieza a sonreír...

Tiburón.- ¿Sabe, Alicia? En el fondo creo que me hace gracia todo esto. Me resulta divertido comprobar que aquel pony no murió en vano. Y además me alivia pensarlo. Joder, yo maté al pony y no pasó absolutamente nada. A veces recuerdo el crujido de su cuello y pienso “Menuda gilipollez”.  En fin... La verdad es que me da por pensar que, efectivamente, todo es obra y gracia del Destino. Que todo lleva al hecho de que yo volveré a reunirme con Olga. Y que quizá sea gracias a que me cargué a ese maldito pony. Y estoy por decirle que mientras lo estrangulaba me iba dando cuenta de que todo aquel esfuerzo tendría tarde o temprano su recompensa.

Alicia.-     Es una cosa muy cruel, pero... También resulta muy romántico pensar en un niño que mata a un pony para impresionar a la chica que le gusta...

Tiburón.-   No se me ocurría otra forma de llamar su atención. Una vez me había mirado ella con sus ojos enormes, y a partir de aquel momento lo único que me importaba en la vida era conseguir que volviese a mirarme. Creo que lo conseguí cargándome al pony de su hermano. Y pienso que fui muy valiente. Porque no vaya usted a creer que el maldito animal no opuso resistencia. Soltaba unas coces de mucho cuidado, intentaba morderme y... Joder, pero yo sabía que Olga me estaba mirando. Eso me dio fuerzas.

Alicia.-     ¿Fue ella su primer amor?

Tiburón.- No sé, no estoy seguro. Debe usted comprender que pensar eso es como culparle a ella de haberme vuelto tan frío, tan misógino. En realidad, como ya sabrá, yo nunca estuve realmente enamorado de ella: estuve enamorado de mí mismo, sin saberlo ni comprenderlo, claro.

Alicia.-     Eso es Filosofía, don Antoine.

Tiburón.- No, esto no es filosofía. Lo parece, pero no lo es. Estoy hablando de algo puramente orgánico, de química, de biología, en esencia. Porque, vamos a ver... ¿Qué es lo que conocía yo de Olga? Me viene a la cabeza una reflexión con perfil griego: "La Realidad no es más que lo que sabemos o creemos saber de cada cosa que de un modo u otro nos es dado percibir..." Exacto. Hay un montón de vidas que no perciben la existencia de Olga, luego Olga no existe para ellas. Pero tampoco existe para quienes la perciben pues, en realidad, eso que perciben no es Olga, sino lo que de ella les es dado percibir. Olga, tal y como ella se percibe a sí misma, sólo existe en su propia mente. Teniendo esto en cuenta... ¿De qué podría yo haberme enamorado? Por más que lo intento, me resulta difícil creer que un chico tan creativo como era yo en aquella época se enamorase por las buenas de una simple silueta configurada por la interacción caótica de condriosomas y citoplasmas..., un amasijo de cartílagos y adiposidades, un desértico entramado de conexiones sinápticas. No, no... En realidad estuve enamorado de la construcción que hizo mi cerebro a partir de múltiples sensaciones elementales. Un ejemplo: escuché una tarde la voz de Olga... Y me encantó... Cierto es que, como alguien dijo en Calcuta, la palabra de Olga tal vez se encendió en mis miradas; pero, atendiendo a la lógica expresionista de la Naturaleza nos encontramos lo siguiente: la vibración de las cuerdas vocales de Olga producía ciertas ondas sonoras que se propagaban por el tímpano del pequeño Tiburón Antoine, hasta encontrarse con la cóclea de Tiburón Antoine, la cual contiene un liquidillo que estimula a unas células ciliadas, ubicadas en el órgano de Corti. El órgano de Corti de Tiburón Antoine, claro. Entonces, ¿qué es lo que yo adoraba? ¿Las ondas sonoras? ¿El liquidillo? ¿Adoraba las cuerdas vocales de Olga, o tal vez el hecho de que éstas vibrasen? ¿O quizás la vibración como concepto, o el movimiento según Parménides?

Alicia.-     En fin, don Antoine. Creo que se me han pasado las ganas de hacer uso del enano...

Tiburón.- Lo imagino... ¿Sabe una cosa? El otro día estuve acordándome de la última vez que vi a Olga. Fue un día de septiembre... Estábamos terminando de recoger las últimas cosas nuestras que quedaban en el chalecito, pues mi padre lo había tenido que vender. Yo miré por la ventana y vi a Olga salir de su casa con sus padres. Se metieron en el coche. Recuerdo que cuando la vi desaparecer engullida por aquel maldito trasto tuve una certeza. Sin embargo, no soy capaz de recordar cuál era esa certeza. Sé que pensé en si volvería a verla alguna vez... Y sé que estuve seguro de algo. Pero no me acuerdo de si creí que no volvería a verla nunca más o, por el contrario, estuve completamente convencido de que sí volvería a verla. Cada una de las dos opciones me ofrece un recuerdo totalmente distinto, y lo malo es que los dos me parecen verdaderos. Sin embargo, uno de ellos no es real. Pero no sé cuál es, Alicia...

Alicia.-     En fin, voy a tener que marcharme... Se encuentra usted bien, entonces...

Tiburón.- Sí, perfectamente. (Descolgando el teléfono y llevándose el auricular a su oreja) Pienso que tal vez debería hasta preocuparme el hecho de que me sienta tan relajado y... Fíjese, los teléfonos vuelven a funcionar...

Alicia.-     (Se acerca ya a la puerta. Tiburón Antoine no la acompaña esta vez) Ya le dije que ese tal Dimas parecía más bien un pobre hombre.

Tiburón.- Ya, ya... Vaya una manera de empezar la semana, ¿verdad, Alicia? Menos mal que mañana es fiesta.

Alicia.-     (Abriendo la puerta) Pues sí.

Tiburón.- ¿Volveré a verla?

Alicia.-       Supongo que sí. Si algo nos ha demostrado la mañana de hoy es que el mundo es un pañuelo...

Tiburón.- Y que lo diga...

Alicia.-     (Saliendo del despacho) Bueno, pues... Hasta otra...

Tiburón.- Hasta pronto...

Tiburón Antoine vuelve a quedarse solo en su despacho. Sentado, meciéndose en su silla giratoria, sonríe apaciblemente. Abre de nuevo el cajón, saca la media y vuelve a ponérsela en la cabeza. Coge el teléfono...

Tiburón.- Victoria... Verá, esto es de vital importancia: no deseo ser interrumpido en lo que queda de mañana, ¿de acuerdo?
Ni siquiera en ese caso.
Tampoco.
¿Es muy larga esa lista, Victoria?
Y a mí que me importa eso.
(Muy sorprendido) ¿Qué?
Oiga, Victoria, váyase usted a la mierda.

Cuelga el teléfono violentamente. Mira al público (o al lector)...

Tiburón.- Y váyanse a la mierda también todos ustedes... (Reclinándose en su asiento) Necesito pensar...



The End